La represión (invierno de 1525)

La represión comenzó desde el momento de la rendición de Valencia, cuando aún quedaban reductos rebeldes. En principio, el virrey pretendió ser clemente y solamente fueron ejecutados unos 50 líderes de la germanía, los más radicales. Algunos muchos moderados fueron perdonados, y a algunos como Joan Caro se les permitió mantener sus cargos en el gobierno municipal, a pesar de que los habían obtenido durante la revuelta y podían ser cesados alegando elección ilegal.

Pero esta situación cambió por completo a partir de 1523, con el nombramiento de Germana de Foix como nueva virreina. Una crónica de la época, el Llibre d’Antiquitats, eleva a unas ochocientas las víctimas mortales y la virreina reconoció ordenar más de un centenar de ejecuciones, entre ellas la de Joan Caro, que tras huir, fue capturado en Castilla y trasladado desde Simancas hasta Valencia por orden expresa de Germana de Foix. El historiador Escolano, que vivió unos años después de los hechos, menciona que las horcas de madera se sustituyeron por otras de piedra ante el riesgo de rotura por el uso continuo.

La represión no se limitó ejecuciones, hubo sanciones económicas, a individuos, a los gremios y a las poblaciones. El jurista Bartomeu Montfort, uno de los líderes moderados, fue sancionado con diez mil ducados, igual que los gremios de velluters, paraires y teixidors, los más castigados.

Las sanciones a las ciudades superaron los 360.000 ducados para todo el reino, 100.000 fueron a la ciudad de Valencia, la más castigada, seguida por Játiva con 36.000, y Alzira y Alcoy, que superaron los 12.000 ducados, veinte villas del fueron sancionadas según su importancia y su participación en las revueltas. Estas sanciones fueron un carga para el crecimiento del reino durante varios años, ya que hay que añadir las reparaciones necesarias por los daños de la guerra, calculados en torno a 700.000 ducados para la ciudad de Valencia y dos millones en el conjunto del reino.

A la represión sufrida por los gremios y las ciudades hay que añadir la sufrida por los mudéjares. El odio al musulmán venía de antiguo y no se limitaba a las diferencias religiosas o étnicas, había que tener en cuenta motivos económicos y políticos, debido a que sus artesanos no estaban integrados en estructuras gremiales y por ello eran vistos como competidores desleales, y por su condición de vasallos de la nobleza, su desaparición era vista como el fin de la propia nobleza, que perdería sus privilegios al mismo tiempo que perdía sus vasallos, unos argumentos que las crónicas contemporáneas atribuyen a Vicent Peris. Los mudéjares fueron bautizados bajo amenaza de muerte, en ocasiones masivamente utilizando escobas mojadas en las acequias.

En 1525 Carlos V convocó en Madrid una junta de teólogos y juristas para debatir si dichos bautizos fueron legales. La conclusión de la junta fue favorable a la legalidad de las conversiones, con el argumento de que los mudéjares habían elegido el bautismo como alternativa a la muerte y dicha decisión fue tomada libremente. De esta forma la conversión fue declarada legal y los que consiguieron evitar el bautismo fueron obligados a recibirlo. Hubo un breve pero violento alzamiento mudéjar en la Sierra de Espadán entre marzo y septiembre de 1526, pero fue controlado rápidamente. El problema musulmán había derivado en el conflicto morisco, la cuestión de la unidad religiosa estaba lejos de solucionarse.