Soy el padre dominíco Ramón Pujades, encargado de la enfermería de la Casa de Troya.
Nuestro Señor ha resuelto, por nuestros pecados y nuestra culpa, afligir a esta ciudad con la peste, y, una vez más, la corruptible naturaleza humana ha demostrado que merece este castigo divino. Si bien al principio todo el mundo temía a la enfermedad, ahora se ha hecho tan cotidiana que nadie la respeta y el vicio corre tan libre y suelto que no sabemos si Dios se podrá apiadar de nosotros. Muchos huyeron de la ciudad, pero la gente temerosa del Señor se quedó para consolar a los afligidos y guardar el orden. Sólo sabemos que la única forma de controlar el contagio es separando a los enfermos y llevando a cuarentena a sus familiares más directos. Los frailes nos encargamos de atender a los hospitalizados en los lazaretos y allí voy ahora a servir, sabiendo que acabaré entregando el alma a Dios como han hecho ya el arzobispo Aliaga y tantos de mis hermanos.