Soy Joan Vicent Franco, librero, contagiado de peste.
Creía que tan cierta era la muerte como incierta su hora de llegada, pero ahora sé que, afectado por los bubones, no me quedan más de tres días y pretendo afrontarlos con dignidad y compasión cristiana. Valencia está sufriendo la peor de las pestilencias que nadie recuerde. Comenzó el año pasado, 1647, un año de necesidad y pobreza. Los barcos no nos trajeron los acostumbrados socorros de trigo para almacenar en los Silos de Burjassot, los gastos del municipio crecieron para pagar la guerra de Cataluña y la Taula de Canvis no podía satisfacer a sus clientes. Si los ricos tenían problemas, mucha gente pasaba únicamente con pan y uva. A comienzos de junio hubo más muertes que de costumbre en Russafa a causa de la corrupción del aire, pero los médicos no aplicaron los remedios necesarios para evitar que el mal se extendiera y por San Dionís el contagio ya invadía Valencia. Entonces los médicos consideraron que el mal era peste y que había venido con alguna mercancía de Argel, por lo que todos los barcos fueron sometidos a cuarentena. Se quemaron las mercancías, ropa y objetos de los sospechosos de contagio y fueron recluidos en lazaretos, se expulsó a los pobres y vagabundos, se repartieron alimentos sanos, se intensificó la limpieza de las inmundicias y se regaron las calles con vinagre. Pero la enfermedad estaba ya por todas partes y son ya más de 15.000 las personas que han muerto, más de la cuarta parte de la ciudad.