Los orígenes de la Feria de julio hay que enmarcarlos en la segunda mitad del siglo XIX, periodo en que se produjo una revolución industrial que conllevaría un notable crecimiento de la población y el surgimiento de una nueva clase social protagonista de esta época, la burguesía.
La Feria de julio nació en el último tercio de 1800, más concretamente en 1871. El punto de partida fueron las corridas de toros que se celebraban los días 23, 24 y 25 de julio con motivo de la festividad de Santiago y Santa Ana.
Con la creación del tren Valencia-Xàtiva y más tarde Amansa-Tarragona aumentaron los aficionados, que no sólo venían a ver los toros, sino también a “dejarse los cuartos” en comercios y hostales.
Sin embargo, al acabar los festejos taurinos, tanto los forasteros como las clases acomodadas dejaban la ciudad en busca de temperaturas más agradables para veranear, ya fuera en el Cabanyal, Godella, Burjassot o… si se disfrutaba de más opulencia, en la sierra de Madrid o al norte de España.
Para solucionar esta situación crítica para muchos vendedores, tres concejales presentaron un proyecto ante el alcalde en la que se podía leer:
Una feria anual y una exposición de productos y ganados de toda clase que debería celebrarse en los últimos días de julio, época en que, terminada la recolección de las principales cosechas y en las que se celebran las corridas de toros, se considera la más apropiada para atraer concurrencia.
La propuesta fue aceptada y se decidió incorporar a instituciones, entidades y prensa valenciana para su organización.
En mayo de 1871 se nombró al concejal Mariano Aser para emprender tal aventura. El lugar elegido fue “el elegante Paseo de la Alameda, uno de los sitios más amenos y deliciosos de Valencia”, traduciéndolo al lenguaje del siglo XXI, la zona de ocio por excelencia de la ciudad.
Pronto se sucedieron diferentes iniciativas para la nueva fiesta; a los gremios de comerciantes se les ocurrió conseguir dinero mediante suscripción para pagar un castillo de fuegos artificiales, los pirotécnicos, por su parte, se comprometieron a disparar esos días 8000 masclets y el cuerpo de bomberos se decantó por montar una caseta en el Real de la Feria a la que prenderían fuego para después apagarla, demostrando así las últimas novedades técnicas de su oficio.
Pero también hubo problemas, el más gordo fue el de poner el alumbrado en la Alameda. La junta creada para su gestión, dependiente del Ayuntamiento, no podía acometer aquella obra con tan sólo 12.000 reales. Además se añadían dos obstáculos más; la construcción de la canalización del gas y que estuviera listo para la inauguración.
Finalmente todo salió adelante de la mano (“bien abierta”, por cierto) de Campo el del gas, más tarde marqués de Campo, benefactor y símbolo de aquella moderna Valencia. Las obras las pagó él mismo y se aceleraron los trabajos con presos, que poco antes de acabar, fueron sustituidos por obreros que fueron a destajo.